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DULCE MAESTRÍA

Mi objetivo en ésta saga, aparte del ejercicio que representa hacerle variaciones al mismo tema, es destacar los personajes. ¿Qué tan fácil será imaginarlos?


Gordo, cansado y sudoroso, Punzio agradecía que las cocinas quedaran fuera de la vista del público. Le costaba controlarse. Le costaba no probar las recetas que seguía en cada paso, tanto como le costaba mantener alejadas a las cucarachas. Bueno, mantenerlas escondidas. Le costaba caminar pero soportaba la fatiga porque era un hombre responsable. En realidad, era un niño responsable.

Punzio heredó la cocina de su madre, repostera de toda la vida, cuando ella tuvo un triple ataque al corazón. Sobrevivió de milagro. El médico le dijo que se tenía que retirar a descansar y que se olvidara de volver a la producción industrial de postres. Alguien tenía que mantener el negocio a flote y quién mejor que Punzio, que la había acompañado por años, aunque sólo contara con diecinueve y, todo el tiempo que había pasado en la cocina, se dividía equitativamente entre comer y lavar los utensilios. 

Con su pesado cuerpo balanceándose, Punzio consiguió llegar hasta la parte más alta del estante. Encontró la bolsa de azúcar súper refinado que necesitaba y la arrojó hacia abajo esperando que no se rompiera al caer. Bajó haciendo un esfuerzo sobrehumano, soportando su peso en un brazo y en el otro con dificultad, mientras el metal de la escalera parecía lamentarse. Le encantaban los postres, era evidente, pero nunca conseguiría que encontraran el punto exacto. Gastaba su dinero en el clafoutis de La Jajanan, comprando en la competencia, para disfrutar la sensación de éxtasis en su boca, que llamaría orgásmica de haber tenido la experiencia. Sentía cómo el sabor se le pegaba en los cachetes por dentro, y hubiera asegurado que se le quedaba en las encías por horas. Podría haber hablado hasta del estado de ánimo del cocinero al prepararlo.

Desde la cómoda calidez de su sillón, implacable, Punzio arrastró la punta de la lengua contra el paladar. Era el movimiento que hacía sistemáticamente, cuando emitía un concepto. Contrajo las cejas en una arruga, miró a la derecha con una mueca que la multitud no pudo entender, y levantó la paleta: 3.5. La gente estalló en aplausos. Su puntaje hacía que el promedio del chef fuera el superior y le daba a la competencia anual de Barcelona, un ganador inédito en la categoría de pastel con capas. Mientras la prensa se acercaba al ganador, Punzio jugueteaba con la cucharilla, esperando terminar el bocado para poder seguir con otro.

La inspectora de salubridad, Carmen Rosa Maldonado, tenía una característica sobresaliente: lo perdonaba todo, todo, en verdad todo, cuando el sabor la complacía. Para el comer, se consideraba una todoterreno. Por eso la habían asignado a un sector no muy popular de la ciudad, porque sus contactos políticos no permitían que la expulsaran. Al finalizar la inspección en la cocina de Punzio, la señora Maldonado había marcado tantas infracciones que había tenido que anexar una hoja a la hoja anexa. Sin embargo conocía a la mamá de Punzio así que se permitió probar uno de sus postres. Bajo la atenta mirada de su madre, Punzio realizó tan cuidadosamente como pudo los treinta y dos pasos para el flan de vainilla que complacería a la inspectora. Pero el destino, de curioso andar, decidió que el azúcar extra fino que había utilizado, no fuera otro que el polvo para hornear. Si Punzio hubiera probado, como era su costumbre, el gesto de horripilante desagrado de Carmen Rosa (que con esa mueca es difícil decirle señora) no hubiera aterrado a todos los que lo vieron, ni nos hubiera tentado a incluirlo en este relato.

Punzio se tomó la molestia de leer las ocho páginas que traía el informe junto a la orden de cierre de su pequeña fábrica, el sustento de su familia, porque quería dejar de sentirse culpable. Pero halló su responsabilidad en todos y cada uno de los errores que la inspectora se había encargado de señalar con saña. Iba a destruir el enfermo corazón de su madre. Iba a acabar con las esperanzas de su familia. Igual que lo haría un alcohólico cualquiera, se fue a perderse en La Jajanan, buscando un distractor inmediato para sus penas.

Mousses, rosquitas, tartaletas, hojaldres, budines, tiramisú, galletas recubiertas de chocolate y por supuesto, el clafoutis de sus amores. Ese día Punzio descubrió tres cosas: que su cuerpo no conocía el concepto saciedad porque no se cansaba de la variedad del sabor dulce que seducía su paladar, que por más que intentara nunca habría de lograr tal nivel de perfección en su cocina y, lo más importante, que al clafoutis le faltaba un minuto de cocción. ¿Cómo lo supo? Fue una de las miles de papilas que para ti y para mí no significan mucho pero que, según dijo después, lo alertó de la sutil diferencia. Lo demás sucedió como adelantando la película: El administrador, asombrado con el descubrimiento, confesó que habían sacado el postre a los veintisiete minutos, no a los veintiocho, porque un ayudante quería ir al baño. El administrador ofreció mil disculpas e instó a Punzio a seguir la carrera de crítico culinario. Le presentó a sus contactos y con su habilidad se hizo reconocido con gran velocidad.

Punzio se va de Barcelona; visitará otra ciudad y otro país, seguirá disfrutando su trabajo pero, no es el más feliz de ésta historia. Sentada en la primera fila, con la más amplia de las sonrisas, la madre de Punzio se siente orgullosa de haberlo dejado comer tanto.