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LA MALDICIÓN


Sábado en la noche y aún dando lora. Habíamos pasado horas en la plaza de juegos de la casa, hablando sobre las desgracias del verano que se acababa. Francisco nos contó sobre su curso de cerámica. Era imposible no conmoverse al saber que fue obligado a pasar las tardes de sus vacaciones encerrado con ancianas, barnizando bizcochos navideños y perdiendo su masculinidad. Sin embargo ese era sólo el inicio de su desdicha.

Para la segunda semana, ingresó al curso una niña de cabellos claros y ondulados, que ensimismada en la tarea de pintar, hacía irremediable que uno se enamorara.
Francisco ya planeaba cómo pedirle un pincel o una explicación sobre la mezcla para conseguir un color, cuando vio que otra alumna llegaba al salón, con un bizcocho en blanco y los ojos más grandes y luminosos que recordara en toda su vida. Cuando parecía que lo único que preocuparía a Francisco sería elegir alguna de esas bellezas, la vida dio un giro inesperado: el color púrpura. Las dos niñas (las desgracias vienen en par) se acercaron a pedirle el color que sólo él tenía, cada cuál para su propio muñeco:

-Mi burrito se va a quedar triste porque el único color que le queda es el tuyo. ¿Podrías dármelo? -empezó la de los ojos verdes.

Sin alcanzar a decir que sí, que seguro, que le bajaría el cielo de ser necesario, vino la frase de la niña de los cabellos dorados:

-Yo lo quiero para mis alas. Es decir, de mis ángeles. ¿No crees que un ángel es más lindo que un burro? –pronunció casi con inocencia.

Francisco se quedó callado porque en el fondo de su cerebro masculino sabía que mordería el anzuelo, aunque no pudiera verlo. Era evidente que le parecía más lindo un ángel que un burro, pero al parecer esa no sería una buena respuesta. Ellas reanudaron la presión:

-¿Dónde hay un mapa, para las que nos perdemos en tus ojos? –dijo una.

-Espero que sepas maniobras de resurrección porque me tienes sin respiración –añadió la otra.

Sin palabras, Francisco sabía que zozobraba en medio de dos engendros marinos  luchando por su desayuno. Parecía que no habían sido muy eficaces los miles de ensayos que habíamos hecho para seducir niñas.

-Niños, ya dejen de jugar que hoy no han avanzado nada. Deja de distraer a las niñas, Francisco –le recriminó la profesora.

Descalificado de forma injusta y caprichosa, Francisco decidió no volver a prestar atención a unas niñas que no lo defendieron cuando él no les había dicho nada, así fuera por cobardía.

La semana siguió con Francisco lleno de desasosiego, con medrosos intentos de proximidad, en medio de un campo de guerra donde las niñas disponían de artillería pesada.

-¿Eres vaquero? ¿No? Entonces deja los rodeos y dame un beso.

-¿Quieres agua? Debes vivir cansado de dar vueltas por mi cabeza.

El verano fue demasiado largo y Francisco no podía padecer más, así que decidió no terminar el curso. Qué confesión más difícil y comprensible la que hizo. Nos fuimos a dormir pensando que las narraciones de terror nunca daban un miedo ni parecido.

Amanecimos con un domingo esplendoroso que no nos dejaba vivir con tranquilidad la pereza que sentimos. Fuimos llegando a la plaza para planear el final de las vacaciones, cuando escuchamos el rugido de un inmenso camión que parqueó en la entrada. Ninguno de nosotros necesitó explicaciones: la hermosa niña de la falda de flores y la preciosa que usaba jeans, iban a ser la perdición para los años de juegos y compañerismo que nos habían unido. Nunca olvidaré el segundo en el que supe que mi niñez había acabado.

Llegaron cercanas, inseparables, dominando su rededor, seguras de sí, con sus sonrisas de comercial sobre el pobre público que suspiraba. No se detuvieron hasta reconocer la desencajada fisionomía de Francisco, pálido de cabo a rabo, quien aún no comprendía que ambas se mudarían a la casa.

Sus miradas cómplices se cruzaron y dejaron escapar fugaces chispazos de picardía. Para ellas el juego comenzaba de nuevo. Fue así como nació nuestro profundo odio hacia él, la envidia se condensó en nuestros corazones, y cambiamos la desdicha de Francisco, por su condenación eterna.