
El humo asciende con rapidez
desde los escombros de lo que fue un edificio. Las llamas cubren la parte posterior de la calle, con una
fuerza tal que el calor se alcanzaría a sentir a cien pasos, si hubiera quién lo
pudiera percibir.
En medio de las cenizas se erige
una puerta de metal rojo, sostenida por un muro de ladrillos que no se ha
enterado de lo que sucedió aquí. Junto a estos, nada, o el espacio que
correspondería a un muro y a un ventanal, que hacen que la puerta parezca
sacada de un sueño o de una obra de teatro de lo absurdo. Hacia el fondo se ve
una montaña de bloques y escombros varios, algunos irreconocibles, otros, como
un amplificador de sonido de mediana potencia, pierden su forma mientras se
derriten.
Johan creía que gritaría como
desesperado. En todos los simulacros se había mostrado seguro para evitar
críticas, pero aun sabiendo que era un ejercicio, no podía evitar que la
espalda le sudara. Siempre se imaginó que, cuando llegara el momento, sus gritos
inundarían el lugar mientras corría.
–Uno nunca termina de conocerse
–se sorprendió pensando, mientras sus pies seguían como enterrados en el piso,
y su cabeza apenas giraba para ver caer más pedazos de los pisos superiores
sobre la gente. –¿Gente? –no los podía llamar así porque los conocía. No eran
sólo personas sino los niños del colegio y sus familias: su vecina la del
segundo que corría agachada con una mano tapándose la boca y en la otra su hija, la
profesora de español, la cabeza inmóvil del gordito que parecía que lo miraba
-sólo parecía-, piernas, brazos, zapatos.
Los empujones lo hicieron cambiar
de lugar para no perder el equilibrio. Entre los ruidos de las paredes cayendo,
se reconocían con facilidad los alaridos de miles de personas en diferentes
tonos y timbres, repetición de nombres, pedidos de auxilio, lamentos, un
crepitar incesante de cosas que se quemaban, se caían y destripaban a alguien
cerca, aplastaban a una familia completa a lo lejos. Johan se agarró la cara
con ambas manos, se enterró las uñas y apretó con todas sus fuerzas, haciendo
que la sangre emanara fluida por sus mejillas.
De los lugares en los que había
ejercido como miembro de la brigada de emergencia, Johan Méndez nunca había
tenido tanta tranquilidad como en el colegio Horizontes Pedagógicos. En medio
de un clima de armonía, la rectora siempre destinaba tiempo y algo de
presupuesto para las campañas educativas sobre cómo comportarse en caso de
inundación, incendio, amenaza de bomba, secuestro y, por supuesto, el peligro más
susceptible de presentarse, un terremoto. El trabajo de Johan consistía en
los arreglos logísticos como rutas de escape, señalización, instituciones de
contacto y alarmas. Cinco meses antes la rectora lo llamó a su despacho.
-Por favor infórmame sobre las
adecuaciones de la iluminación –comenzó la rectora.
-El ala sur ya ha sido terminada,
estamos empezando a trabajar el ala occidental desde el comedor hasta los
baños. Ha resultado complicado por el material anterior.
-Bien. Manténme al tanto. Te hice
venir por otro asunto. En el simulacro anterior tuvimos tres niños de primer
año que lloraron desconsolados. La alarma los asustó terriblemente. ¿Qué crees
que podemos hacer para no generar ese traumatismo en el próximo simulacro?
-Le podemos bajar el volumen,
pero le recuerdo señora rectora que los primeros momentos en las emergencias
son fundamentales para evitar un desastre. Sería irresponsable de mi parte…
-Confiamos plenamente en tu
profesionalismo, Johan, pero lo que queremos es un sonido acorde con el
ambiente de integración que se propicia en nuestras aulas.
Cuando escuchó la música en una
película, Johan decidió que no habría nada más integrador que la percusión
africana. Grabó un fragmento y lo dejó predeterminado para sonar en la
siguiente maniobra de ensayo.
El día de la madre se celebró en
medio de la emoción, como era costumbre en Horizontes Pedagógicos. Las familias
se reunieron en el teatro para ver las obras que los niños habían preparado.
Todo era alegría y alboroto, la gente bailaba desde los puestos y la música
sonaba al máximo para las coreografías.
Y entonces, los tambores comenzaron a sonar.